Hace unos días, en un foro de economía popular el ministro Germán Umaña, quien me sorprendió por su lucidez y buen humor, inició su discurso ante un auditorio de expertos diciendo: María del Mar Pizarro no sabe qué es la economía popular. Inmediatamente hizo una pausa, eterna y particularmente angustiante para mí, en la que recibí la mirada directa de todos los asistentes, para afirmar que ni el auditorio ni él sabían qué era la economía popular.
A lo largo del año pasado, con las representantes a la Cámara Dorina Hernández, Tamara Argote y Gabriel Becerra realizamos múltiples espacios con agentes de la economía popular: vendedores ambulantes, recicladores, mineros artesanales, campesinos, entre otros. En general, una mirada de agentes productivos heterogéneos y difíciles de encasillar en un solo concepto, pero importantes de excluir de uno, la economía informal.
Según datos de Alberto Castañeda, experto en economía popular, de los 22 millones de personas ocupadas en Colombia, 9 millones se pueden caracterizar dentro de la economía popular, la cual se caracteriza por sobrevivir con menos de 700.000 pesos mensuales en zonas urbanas y con menos de 500.000 en zonas rurales; no tener prestaciones ni seguridad social más allá del Sisbén en algunos casos; y ser el sustento de un núcleo familiar conformado por alrededor de cuatro personas.
¿Pero qué quiere decir que más del 40 % de nuestra fuerza productiva tenga estas características y cuál es el problema de llamarlos informales? Primero, lo informal es lo que está por fuera de la norma, aquello que está al margen. Pero resulta que esta es casi la mitad de nuestra población con capacidad productiva y que al llamarlos informales estamos ahondando en la exclusión, desconociendo nuestra realidad productiva haciendo que históricamente la política económica para esta población sea insuficiente.
Según el profesor Castañeda, este sector genera 18 billones de pesos anualmente, más que lo que generó el petróleo el año pasado. Pese a ello, a la institucionalidad solo le ha importado esta población en función de los votos que puede generar a partir de dinámicas asistencialistas improductivas o lo que puede recaudar “formalizándola”, negando deliberadamente las complejidades que componen la economía popular.
¿Pero qué pasaría si tuviéramos un plan macro para impulsar la economía popular y lograr que 9 millones de personas salgan de una economía de subsistencia a una de valor? ¿No podría ser la política macroeconómica más importante de nuestra década?
De los encuentros realizados con la economía popular salen por lo menos dos acciones urgentes. Lo primero es luchar contra el hambre y el asistencialismo. Asegurar que las personas más vulnerables tengan alimentación y un ingreso mínimo debe ser inmediato. Lo anterior puede hacerse vía transferencias, que en mi opinión deben ser condicionadas, salvo contadas excepciones, por ejemplo, a la población adulta mayor.
Lo segundo es luchar contra el ‘gota a gota’. Negar el acceso al sistema financiero es condenar a la economía popular a pagar en promedio entre el 120 y el 240 % de intereses anuales. En palabras coloquiales: los intereses se los comen vivos. Viven en un constante ‘desahorro’ que no los deja salir adelante.
Lo importante no es que sepamos a ciencia cierta qué es la economía popular, lo importante es crear una política macroeconómica que fortalezca las fallas estructurales garantizando las condiciones para empezar a ser productivos, y que nos despojemos de la cabeza la idea de que ante la economía informal la única alternativa es la formalización. No nos concentremos en programas que atienden a 100 o 1.000 personas, afrontemos el problema de raíz con políticas que impacten a millones de personas.
P. D.: les recomiendo lo que ha escrito César Giraldo sobre el tema.
Publicado en El Tiempo